Cuando alguien decide marcharse de tu vida y lo hace con
prisa y sin pausa es porque no tuvo claro nunca que tú eras su mejor sitio y el
rincón más bonito donde quedarse.
Es costumbre ya que en las peores circunstancias la gente se
marche, se vaya, se aleje, no luche..., pero más costumbre es, marcharse siendo
la víctima. La victima de esa historia de dos. Y digo de dos, porque cuando se
apagaban las luces en la noche y se abrían las persianas en la mañana erais dos
los que ocupabais la cama, los que os abrazabais, y os mirabais, os
besabais...e incluso a veces os amabais. Y erais dos los que planeabais,
soñabais despiertos, y destrozabais juntos esos sueños. También erais dos los
que nunca lograsteis poneros de acuerdo, ni os escuchabais y sólo os gritabais.
Incluso seguíais siendo dos cuando perdíais la paciencia y os dejabais. Incluso
ahí, seguíais siendo dos.
El problema viene cuando nos empeñamos en echarle la culpa a
alguien. Cuando no tienes bastante con una despedida y quieres un adiós
desastroso. Un adiós que sabes que acabará pasándote factura el mismo día que
te des cuenta que dejaste ir a la persona que más te quería porque nunca
supiste que erais dos. Los mismos dos que sin comerlo ni beberlo rompisteis eso
que presumíais tener.
Quizás el día que dejes de sentirte inmune, te eches de
menos y la eches de menos. Igual de menos que te echó ella cada día, sin
remedio y muchas esperanzas perdidas.